Yemen probablemente se haya convertido en el conflicto armado más cruel al tiempo que imperceptible —por la falta de atención mediática, del momento—. Por poner algunos datos, según la ONU, un 80% de los 24 millones de ciudadanos necesitan ayuda humanitaria, ha habido más de diez mil muertos, el 15% de la población ha sido desplazada desde el 2015, 20 millones de personas no tienen acceso suficiente a alimentos ni a atención médica apropiada y la mitad de ellos están a un paso de la hambruna, 18 millones no pueden disfrutar de agua potable, el cólera se estaba expandiendo como un reguero de pólvora, los matrimonios infantiles de niñas se están disparando…
Su batalla se libra en cuatro arenas diferentes que se refuerzan mutuamente y que dificultan sobremanera la obtención de una salida satisfactoria. El acuerdo de paz de Estocolmo en diciembre de 2018 y el reciente anuncio de retirada de los rebeldes del puerto de Hodeida, no obstante, son una puerta de esperanza.
El primer escenario y el más visible del conflicto es una especie de guerra civil entre los hadíes sunitas leales al presidente Mansur Al-Hadi y los hutíes chiítas rebeldes que tomaron la capital Sana en 2014. Esta tensión es histórica, ya que Yemen, antes de su unificación, siempre había sentido la brecha entre el norte y el sur, una brecha que, dependiendo el momento histórico, se puede interpretar en clave de ideologías, de religión, de clase social, de lealtad tribal o de apoyo internacional. El acuerdo de paz de Estocolmo alcanzado en diciembre de 2018 es un buen punto de partida para resolver esta primera dimensión del conflicto. No obstante, siguiendo el planteamiento de Galtung, la violencia abierta entre hadíes y hutíes es solo la punta del iceberg, la parte más visible de un conflicto entre grupos que se justifica debido a otras dos capas de violencia invisible: la estructural, de índole social y económica, y la cultural, vinculada a los prejuicios, estereotipos, convicciones peyorativas que un grupo tiene sobre el otro y que legitiman tanto la opresión socioeconómica como la violencia directa. Queda mucho por hacer efectivo el pacto de Estocolmo. No obstante, una vez se ejecute, se debería atender a esas dos dimensiones de la violencia más profunda que nutren el conflicto armado.
El segundo escenario es la suerte de guerra fría que sostienen Irán, que lidera el mundo chiíta y que apoya a los hutíes y Arabia Saudí, que aspira a liderar el mundo sunita y que apoya a hadíes. Una guerra directa entre Irán y Arabia Saudí sería desastrosa para la región, pero la manera en que están interviniendo en el conflicto —una guerra indirecta donde las víctimas son otros— también está siendo devastadora. Arabia Saudí y otros países del Golfo no han tenido reparos en meter sus tropas al país, por lo que su intervención está fuera de toda cuestión. La intervención de Irán es más sutil —como todo lo que suele hacer en política— aunque también efectiva. No obstante, ha generado situaciones de violaciones de derechos humanos típicas del régimen de los Ayatolás, tales como la persecución de minorías en las zonas dominadas por los hutíes. Los baha’ís, por ejemplo, la minoría no musulmana más grande de Irán que carece de derechos constitucionales en el país, han sido encarcelados en Yemen, incluso una menor, sin sentencia ni acusación sólida, y condenados a muerte por motivo de libertad de conciencia en algunos casos. En definitiva, la guerra indirecta entre Irán y Arabia Saudí, con su apoyo militar a grupos, intervenciones directas en ocasiones o episodios de incitación al odio y de persecución de minorías no hace sino agravar y perpetuar el problema, a través de la introducción de intereses en conflicto —la hegemonía regional— en un país de por sí azuzado por la violencia.
El tercer escenario del conflicto es una lucha contra el «terror» caracterizada, por un lado, por el intento de Al-Qaeda y del Daesh de reorganizarse, en el primer caso y por controlar territorios, en el segundo; y por el otro, por el esfuerzo de Estados Unidos por evitar que el Yemen sea el caldo de cultivo del terrorismo global, como lo fue Afganistán antes del atentado de las Torres Gemelas. Debido a la guerra civil, a las tensiones entre Arabia Saudí e Irán, a las armas que hay circulando y a la estructura tribal del Yemen, existen muchas regiones donde no hay control gubernamental o rebelde. Esta situación ha sido bien aprovechada por estas dos organizaciones terroristas que planean su embestida desde un territorio hostil pero favorable a sus pretensiones. Al-Qaeda busca campos de entrenamiento, reclutamiento y zonas de gestión global sin interferencias. El Daesh, en cambio, busca nuevos espacios donde imponer su califato en extensión e impone su ley en las zonas que caen bajo su control. Estados Unidos tiene difícil amortiguar esta situación que se da debido al paraguas de conflicto y guerra debajo del cual operan estas organizaciones, un paraguas problemático para la mayoría de países pero normal para Al-Qaeda y el Daesh que están acostumbrados a esta coyuntura de lucha y desequilibrio.
El cuarto escenario o arena donde se libra el conflicto es la ya aludida crisis humanitaria que vive el país. A pesar del número de desplazados y de heridos, de la dependencia alimentaria, de la falta de atención médica y de la escasez de agua potable, la ayuda humanitaria ha estado bloqueada. Se puede afirmar casi con total certeza que las diferentes partes en conflicto, pero especialmente Arabia Saudí, ha utilizado la presión humanitaria para lograr fines políticos y militares. En algunas ocasiones se ha temido por la imposición de cercos humanitarios para propiciar la hambruna de la población y forzar la rendición de rebeldes. El brote de cólera de finales del 2016, azuzado —según la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF)—, por la desnutrición y el retroceso de los sistemas de saneamiento y de agua limpia, es —acorde OXFAM— el peor brote de esa enfermedad de la historia que haya sido registrado, y ha supuesto el desafortunado culmen de una crisis humanitaria de por sí lamentable. No en vano, el plan de emergencia de la ONU para 2019 requiere de la suma de 3750 millones de euros, de los cuales solo se cuenta con un 20%.
En conclusión, esta trágica liza que oscila entre cuatro campos de batalla es de altísima complejidad. La situación actual, no obstante, contrasta estrepitosamente con el pasado brillante de Yemen, región que fue cuna de civilizaciones, donde vivió la legendaria Reina de Saba, una tierra de gran fertilidad.Si algún día se alcanza la paz tan anhelada y se erradican todas las dimensiones relacionadas con la violencia, quizá pueda progresar y ser un modelo de desarrollo alternativo para unos países del Golfo demasiado dependientes de los recursos fósiles naturales.