Se dice que la esfera pública es ese espacio abierto al diálogo, a la deliberación, donde los argumentos racionales -con moderación y respeto- se sopesan y, aunque la apertura exija dejar espacio para otras formas de racionalidad, de pensamiento y de expresión, la búsqueda del bien común y la exploración de posibilidades para el progreso humano debieran ser la tónica.
Bueno, aceptemos que la descripción anterior es una descripción algo ilusa e idealizada que no se corresponde mucho con la experiencia histórica. Reconozcamos, tal como diría Daniel Innerarity, que el debate público ha sido casi siempre acalorado, no tan racional y, en definitiva, algo decepcionante. Incluso así, ¿hemos de conformarnos con la normalización de un estado permanente de conflicto y de crispación que impregna prácticamente casi todas las esferas de la vida individual y colectiva? La respuesta creo que es que no, salvo que estemos dispuestos a bailar con la «falacia». Esta es su historia.
Hace mucho tiempo, tanto que ya nadie se acuerda -quizá tanto que ni siquiera existiera-, las personas hablaban, conversaban, intentaban entenderse, buscaban la verdad más allá de sus opiniones. Cuando alguien hablaba, los otros escuchaban, escudriñaban lo que se decía, buscaban las fortalezas y las debilidades de los argumentos, hacían suyas las novedades y, si veían alguna incoherencia o algún elemento flaqueante, se disponían a realizar sus contribuciones para que todos pudieran hacer avanzar su comprensión de la realidad. En definitiva, entendían que las opiniones y la realidad eran dos cosas distintas y que las primeras debían aspirar a acercarse a la última.
Además, incluso se habían puesto de acuerdo sobre las normas que debían vertebrar los argumentos, no sea que, sin querer, aceptasen cosas que no fueran coherentes.
-¡No debe haber contradicción entre las cosas que se dicen! -gritaban algunos.
-¡No se pueden sostener posturas contrarias al mismo tiempo!, ¡las generalizaciones tienen que ser el resultado de muchos casos y experiencias para qje sean rigurosas!, ¡deducir casos de una generalización es lógico, pero cuidado con las premisas, que pueden ser erróneas! -advertían otros.
La gente vivía feliz compartiendo ideas e intercambiando opiniones aunque, de vez en cuando, aparecía el Señor Falacia y generaba cierta confusión. Este personaje, en lugar de buscar contribuir a la verdad, solo quería hacer prevalecer su opinión. Para ello utilizaba todas las estrategias y tácticas posibles. Por ejemplo, cuando estaba en grupo y veía que los argumentos de la persona con quien hablaba eran sólidos, menospreciaba al interlocutor, ya que sabía que si la credibilidad del mismo se reducía, los demás pensarían que sus argumentos tampoco valían. -Si no tienes estudios, cómo vas a saber de ese tema; si eres rico, qué vas a saber de pobreza -se le escuchaba decir.
Otras veces, en lugar de hablar sobre las ideas de la persona con quien charlaba, las identificaba con otras ideas relacionadas pero muy diferentes o las caricaturizaba, de modo que, en función de quienes estuvieran presente, fácilmente generasen rechazo. -Ese es un argumento dictatorial; parece una idea totalitaria; ahora entiendo lo que quieres decir, mencionas que hay que tomar decisiones escuchando a los expertos porque crees que la gente es ignorante -era el son de cada día.
No obstante, sus apariciones eran excepcionales y la gente lograba identificar bien las artimañas que introducía. Le conocían tan bien que incluso pudieron enumerar sus estrategias, a las que llamaron falacias. Aunque intentaban evitarlas a toda costa, a veces, las personas más débiles se dejaban llevar por la forma de ser del Señor Falacia y recurrían a sus argucias, pero como la mayoría no veía bien este modo de proceder, el discurso se regulaba.
Todo cambió cuando el Señor Falacia montó su escuela. El propósito de la misma era ayudar a las personas a desarrollar la habilidad de hacer prevalecer sus ideas y opiniones sobre los demás, a toda costa. Creó campeonatos, otorgó premios y se hizo famoso. El Señor Falacia se convirtió en un ídolo para algunos. Sus discípulos se infiltraron en todos los estratos de la sociedad disfrazados, por lo que, poco a poco, la gente perdió la capacidad de distinguir las falacias de los argumentos racionales, la opinión de la realidad. La cultura cambió y lo importante dejó de ser acercarse a la realidad colectivamente, sino ganar, vender y lograr la fama. A partir de entonces, el mundo se dividió entre vencedores y vencidos, privilegiados y desfavorecidas, intercambiándose los roles con el paso del tiempo.
¿Cuál será el final de esta historia? ¿Qué dirección tomará? ¿Podrá la razón volver a brillar y así permitir identificar de nuevo al Señor Falacia y a sus adláteres? En cualquier caso, recuerda que… cuando se acaban los argumentos… ¡comienzan las falacias! ¿Con quién quieres bailar?