He de reconocer que el anuncio del presidente Biden de la retirada final de las tropas norteamericanas de Afganistán, prevista entre el 1 de mayo y el 11 de septiembre de 2021, me pilló de sorpresa. Y no es porque no se supiera, ya que, desde el acuerdo de Doha con los talibanes en febrero de 2020, era de dominio público. Es por lo que simboliza: el fin de una guerra interminable y estéril de 20 años y el más que probable ascenso inexorable de los talibanes, a quienes la guerra aspiraba a expulsar definitivamente del poder. Pero, nos preguntamos, ¿será también el fin de las intervenciones internacionales?
Tras el atentado de las torres gemelas el 11 de septiembre de 2001, EE. UU. lideró una intervención en Afganistán, avalada por el Consejo de Seguridad, para expulsar del poder a los talibanes, a quienes acusaba de haber establecido un régimen opaco desde el que Al-Qaeda se organizaba y planificaba atentados.
Esa intervención iba a acompañada de un constructo jurídico problemático para legitimar cualquier acción unilateral de EE. UU.: el ejercicio de la guerra en “legítima defensa” contra el terror.
Los primeros 14 años implicaron múltiples operaciones militares de diversos países y organismos internacionales, como la OTAN, para lograr una derrota por la fuerza. Y desde 2014, el foco se puso en instruir al gobierno y ejército afganos para ejercer el monopolio legítimo de la violencia.
El coste del “monopolio legítimo de la violencia”
Todas estas operaciones han dejado un coste indeleble, tanto en términos de vidas y desplazamientos forzados como económicos. Aunque según las fuentes los números varían ligeramente, se estima que 2 442 soldados norteamericanos y 1 144 soldados del resto de países perdieron la vida. No obstante, si se coloca el foco en Afganistán, los bajas ascienden a más de 45 000 soldados.
Esto ya es cruel, pero lo es mucho más saber que cerca de 47 000 civiles afganos murieron y que millones de personas, incluyendo cientos de miles de niños, han sido desplazados, nacional e internacionalmente.
En cuanto a los costes económicos, y solo por tomar en cuenta un dato, el Instituto Watson para asuntos internacionales y públicos de la Universidad de Brown, considera que el gasto que ha supuesto para EEUU supera los 2,26 billones (millones de millones) de dólares.
El resurgir de los talibanes
Recordemos que el propósito de la guerra era desterrar a los talibanes. Bueno, pues a pesar de que los talibanes nunca se fueron, tras la salida de las pocas tropas internacionales restantes en septiembre de 2021 –alrededor de 3 000, en comparación con las 100 000 que mandó Obama–, con casi total certeza dejarán la periferia para volver a los centros de mando del país.
Estos talibanes siguen siendo los mismos que gobernaron Afganistán con mano de hierro, sobre todo para las mujeres y las minorías, entre 1996 y 2001, con un grado de fundamentalismo poco conocido en la historia moderna.
El hecho de que no hayan atacado a las tropas internacionales desde el señalado acuerdo de Doha parece dotarles de un aura renovada de amistad y compromiso; pero la constatación de que no han cejado en su empeño contra las fuerzas nacionales y los civiles afganos revela que su crueldad persiste.
20 años de dolor y sufrimientos
Este sencillo análisis de costes-beneficios es preocupante de por sí: 20 años de dolor, muerte, sufrimiento y gastos, que se proyectarán hacia el futuro durante varias generaciones, para llegar al punto de partida con los talibanes en el poder. Sin embargo, el problema es mayor si nos adentramos en la psicología talibán y en el relato que legitima su historia: vencimos a los soviéticos comunistas en su día y ahora vencemos al nuevo imperio, a su antítesis, a EE. UU.
Además, su ideología islamista-salafista los coloca en el clímax de una lucha apocalíptica del bien contra el mal, de una yihad por salvar a la Umma, la mancomunidad islámica.
¿Hay algo más poderoso? Al inicio de la guerra, nadie quiso negociar con ellos; en mitad de la confrontación, hubo acuerdos de negociación; ahora son ellos quienes se pueden permitir el lujo de no extender la mano para renunciar a privilegios que pueden lograr por la fuerza.
¿El fin de la acción internacional y de las intervenciones humanitarias?
Los altos costes y bajos beneficios de la intervención en Afganistán, los problemas de la guerra y la acción internacional de 18 años en Iraq, el fiasco de la acción colectiva en Libia para derrocar a Gadafi y los pormenores de la no intervención directa en Siria para detener el conflicto civil plantean una pregunta común: ¿Son efectivas las intervenciones internacionales?
La pregunta está llena de aristas, puesto que genera una gran disyuntiva. La comunidad internacional, asumiendo un compromiso con la seguridad colectiva, no puede quedar impasible ante excesos de los gobiernos contra su población civil o ante una amenaza plausible para el orden internacional. Pero, ¿cómo puede ser eficaz una intervención armada mancomunada, cuando la historia reciente se interpreta desde un fracaso que, además, ha contribuido a aupar a una nueva amenaza, la del Daesh?
Acudamos al mito. Nuestra Ave Fénix, las intervenciones humanitarias, se mueve entre dos cenizas. ¿Por qué no se aleja de los talibanes y se encarna en una comunidad internacional fuerte, bien gobernada y, sobre todo, federalizada? La covid-19 nos recuerda que esa parece la mejor opción. Veamos qué depara el futuro.