Surgimiento del discurso acerca de la ciencia, la religión y el desarrollo
El campo del desarrollo surge en los años cincuenta, teniendo como primer cometido práctico la reconstrucción de las economías europeas tras la Segunda Guerra Mundial. En ese momento, el desarrollo se concebía de manera muy simplista, como la combinación de una serie de elementos –industrialización, acumulación de capital, transferencia tecnológica, crecimiento económico–, que traerían prosperidad mediante un proceso de modernización. A lo largo de las décadas, las experiencias en diversas partes del mundo fueron enriqueciendo el discurso y se fueron introduciendo conceptos como “revolución verde”, “control demográfico”, “la tecnología apropiada”, “el desarrollo sostenible”, “la satisfacción de necesidades”, “la creación de capacidad institucional” y “el capital humano”. En cambio, la concepción sobre la religión a lo largo de estas cuatro o cinco décadas se mantendría intacta: se la veía como un sistema anacrónico, contrario a la ciencia, que impedía el progreso y el desarrollo económico, y que, a medida que las sociedades se modernizasen, iría desapareciendo. Pero los modelos generados y los múltiples esfuerzos y proyectos no habían logrado solucionar la cuestión de la pobreza y la miseria, incluso se había incrementado la distancia entre los materialmente ricos y pobres.
En este contexto, a finales del siglo XX, el Centro Internacional de Investigación sobre el Desarrollo de Canadá (IDRC) propició un diálogo entre varios expertos de renombre internacional que habían tenido éxito con programas de desarrollo en diferentes partes del mundo, y cuyos esfuerzos, compromiso e inspiración se debían a motivaciones y percepciones religiosas. Las contribuciones más significativas a dicho diálogo fueron publicadas posteriormente en un libro titulado The Lab, the Temple and the Market1. A raíz de ello, se constituyó el Instituto de Estudios en Prosperidad Global (ISGP), con sede aquel entonces en Nueva York. Uno de sus fines era explorar el rol que la ciencia y la religión, como sistemas complementarios de conocimiento y práctica, deberían jugar en el proceso de avance de la civilización.
Puede decirse, entonces, que el discurso sobre ciencia, religión y desarrollo cristaliza en un momento en el que se acumulaba una creciente cantidad de conocimiento acerca del desarrollo que enfatizaba el efecto positivo que los valores espirituales, derivados de la religión, tienen en los esfuerzos por empoderar a una población para que se convierta en protagonista de su propio progreso. A pesar de cierta resistencia y escepticismo por parte de algunos investigadores y planificadores acerca de la posibilidad de incorporar valores religiosos dentro del paradigma del desarrollo, existe un consenso entre muchos teóricos y hombres de acción acerca de la idea de que si la disciplina del desarrollo continúa ignorando la dimensión espiritual del ser humano –concepción que sostiene la mayor parte de la humanidad– y los aspectos culturales, trascendentales y religiosos de los pueblos y las sociedades, aquélla –la disciplina del desarrollo– fallará en su propósito de llevar prosperidad a toda la humanidad. La falta de este elemento en los programas de desarrollo podría de ser una de las razones por las cuales la mayor parte de éstos –aun siendo conscientes en muchas ocasiones de la necesidad de involucrar a las personas a las que pretenden servir y ponerlas en el centro del proceso–, no logran ganarse su compromiso. Por ello, cada vez hay un número mayor de instituciones e individuos haciendo esfuerzos por introducir en el discurso general sobre el desarrollo una corriente de pensamiento y unas prácticas que tomen en cuenta la dimensión espiritual de la existencia para el avance social.
Leer aquí el artículo completo