Las elecciones, especialmente las del Parlamento Europeo, han llegado en un momento en que la sociedad en general y Europa en particular se encuentran en una encrucijada. Y no me refiero simplemente a la viabilidad de la Unión Europea (UE), ni a la pugna entre eurófobos y europeístas, ni al desafío que suponen los extremismos ideológicos. Es una encrucijada más profunda de la que no solo depende la persistencia del proyecto europeo sino el bienestar del planeta. Los protagonistas de esta encrucijada, además, no son solo los representantes políticos, sino todos nosotros: ciudadanos, empresas, migrantes, organizaciones civiles, partidos… Me refiero a la necesidad de trascender el ideal de soberanía nacional ilimitada y de avanzar hacia otro modelo en el que ésta se subordine al bienestar global.
Martin Wolf, prestigioso columnista del Financial Times -pero poco sospechoso de ser un idealista-, plantea desde una perspectiva económica que el repliegue nacional, el abandono del multilateralismo y la reducción del comercio internacional solo puede traer consecuencias negativas, incluso para aquellos que parecen beneficiarse en el corto plazo de estas medidas. Esta afirmación contiene un principio articulador de la vida social, una máxima que a veces se desatiende: para que a mí y a mi país nos vaya bien, le debe ir bien al resto. Los siguientes párrafos, sin embargo, no abordarán la necesidad de trascender el interés individual y nacional en aras del bien común o colectivo, sino el que considero el mayor ejercicio de innovación social y política que se ha de realizar para enfrentar con éxito los grandes desafíos de nuestros tiempos.
La invención del Estado nación supuso un gran ejercicio de imaginación para poner freno en un momento histórico determinado a las guerras de religión que se extendían sin fronteras. De igual forma, su implementación requirió una determinación, creatividad, fe y confianza sin parangón a fin de lograr que grupos humanos desarrollaran una noción de la identidad colectiva y un sentido de pertenencia novedoso en torno a la idea de nación. Así, las nuevas naciones, con sus respectivos Estados, crecieron acompañados de la idea de que dentro de sus fronteras eran soberanos absolutos: nadie se podía meter allí. La soberanía nacional ilimitada recoge, pues, esa convicción de que dentro de un territorio nacional nadie tiene la potestad de inmiscuirse. Se podrían añadir muchos matices a esta descripción, pero es menester reconocer que la construcción del Estado-nación, al menos en primera instancia, pacificó las relaciones y redujo los conflictos. Hoy día, no obstante, el Estado-nación con soberanía absoluta es uno de los mayores impedimentos para establecer un sistema de gobernanza global efectivo que aborde con efectividad las grandes cuestiones de nuestros tiempos.
Los últimos doscientos años han tensado progresivamente la impermeabilidad de la soberanía nacional. El Estado-nación fue concebido en el contexto de un mundo cuyas relaciones estaban muy localizadas geográficamente. La mundialización de los procesos sociales, la globalización de la vida económica, la internacionalización de las amenazas colectivas, en definitiva, la comprensión del planeta como resultado de las dinámicas tecnológicas y económicas, hace necesario repensar la soberanía.
La Unión Europea y el intento de implementar un sistema internacional de seguridad colectiva son dos innovación sociales y políticas de grandísima relevancia que parecen ir en la buena dirección, aunque sean ambos proyectos inconclusos. Me centraré en la UE para facilitar la argumentación.
La Unión Europea es un experimento único en la historia de la humanidad. Tiene muchas deficiencias, tanto en la teoría como en la praxis, pero puede decirse que es el primer intento sólido de erigir un espacio trasnacional que va más allá de la cooperación internacional o el simple multilateralismo. La UE supone una entidad transnacional cuyos miembros nacionales renuncian a ciertas competencias para transferirlas a las instituciones europeas. La Unión Europea pretende aplicar el principio del federalismo a las relaciones internacionales. Sus motivaciones iniciales fueron lograr la paz, en una región con grandes conflictos, a través de la profundización de las relaciones comerciales y de un sistema de control mutuo, pero su evolución ha logrado que países muy dispares renuncien, por ejemplo, a la posibilidad de incidir en la política monetaria nacional. Los países de la zona euro han perdido el control sobre la posibilidad de alterar el tipo de interés, uno de los instrumentos políticos más fundamentales para que el Estado intervenga en la economía.
El proyecto europeo, no obstante, necesita avanzar en dos ámbitos, al menos, que se conectan con el ejercicio de la real politik, con la integración política: la política exterior y la política de defensa. Traspasar ese techo es el gran reto. Los representantes políticos no son los únicos que se aferran al interés nacional, sino toda una sociedad que ha normalizado la idea de que sus representantes han de defender su interés nacional en los foros supranacionales. Se debería mostrar claramente que el interés de España, de Francia o de Reino Unido depende de que se piense en el bien común, el bien europeo. De lo contrario, antes o después, España, Francia, Reino Unido también perderán.
El logro de la integración política europea, con lo importante que es para el bienestar de sus gentes y para la posición de Europa en el mundo, no ha de verse simplemente en términos de defender otro tipo de interés en un mundo multipolar: el interés europeo. El proyecto europeo debería incluir seguir aplicando el principio del federalismo a otras zonas del mundo hasta abarcar el planeta entero. De lo contrario, Europa será un club de privilegiados que persiguen sus propios intereses pero que, antes o después, se verán afectados por las dinámicas del egoísmo nacionalista o regional, por problemas que comenzaron en otras regiones del mundo pero que se extienden sin fronteras. El interés nacional ilustrado exige subordinar dicho interés al bien común y aplicar el principio del federalismo a las relaciones internacionales. Solo así, a medio y largo plazo, podremos disfrutar todos de la abundancia de recursos -aunque limitados- de nuestro planeta y evitar conflictos o desigualdades que afectan, antes o después, al todo.
Esta es la verdadera innovación social y política que se requiere hoy día. Esta es la más trascendente e histórica lucha ciudadana. Sin embargo, esta lucha no es contra otros seres humanos, contra otros países, contra otras regiones. Es la lucha de la humanidad por estar a la altura de las circunstancias, por hacer un ejercicio de madurez, por organizar su vida política, económica y social de manera que beneficie a todos. Existen los medios físicos, tecnológicos y económicos para ello. Hace falta imaginación, amplitud de miras,
generosidad y voluntad. Si el avance hacia la madurez de un ser humano implica transitar desde el egocentrismo hacia el holismo, desde el egoísmo hasta el interés por los demás, la evolución social probablemente requiera una transición similar desde unidades organizativas más pequeñas hacia unidades organizacionales progresivamente más amplias que culminen abrazando al planeta entero. Por tanto, establecer mecanismos globales para la integración nacional diferenciada y para la federalización del mundo es el imperativo de nuestros tiempos. Los desafíos globales lo requieren. Ciudadanos, políticos, empresarios, activistas… superemos las diferencias, armonicemos nuestros intereses, vayamos a por ello