La incorporación de la mujer a todas las esferas de la vida política, social y económica es un anhelo colectivo compartido cuyos beneficios seguramente no seamos ni siquiera capaces de atisbar. Sin embargo, ¿cómo ir más allá de dicho anhelo y pensar de manera compleja en su realización, abordando dimensiones que no son tan perceptibles a primera vista y que rara vez se abordan en el debate público? ¿Qué riesgos conlleva el proyecto de incorporar a la mujer en todas las esferas sociales sin cuestionar los valores que encorsetan las posibilidades de transformar un mundo dominado por los valores y lógicas históricamente asociadas con la masculinidad? En los siguientes párrafos intentaré responder parcialmente a esas dos cuestiones.
La feminización de la vida social, tal como yo la entiendo, no implica simplemente abrir espacios para que la mujer pueda desempeñarse en igualdad de condiciones con los hombres en un mundo dominado por la agresividad, la competición y la racionalidad instrumental. Sin duda, dicha apertura es un requisito para la feminización de la vida social. Sin embargo, si no se ponen en cuestión esos valores, la movilidad social femenina y su ascenso a posiciones de liderazgo se realizará a costa de que las mujeres hayan de asumir las lógicas dominantes de la sociedad actual. Dichos valores se corresponden con cualidades ligadas a las características que han demostrado los hombres, ya sea por inclinación innata, por un complejo y largo proceso de socialización y acumulación cultural, o por una combinación de ambos. El relato de una amiga muy cercana de Zaragoza cuando comenzó a adentrarse en el mundo de la empresa es ilustrativo. Vio un anuncio en el periódico que decía: ‘Se busca ejecutivo agresivo’. Se presentó al puesto y lo consiguió, no sin antes tener que demostrar que podía ser tan agresiva en las ventas o más que un hombre. ¿Es esto feminizar la vida social?
Los antropólogos y los filósofos de la ética plantean que históricamente las mujeres han demostrado patrones —probablemente debido al proceso de socialización— que rompen las dinámicas de la sociedad ultracompetitiva que se ha fraguado en las últimas décadas en Occidente y que son fundamentales para responder a los desafíos de un mundo interconectado, complejo y global como el actual, tales como la cooperación, el cuidado, la sensibilidad, la inclinación hacia lo trascendente, la resolución pacífica de conflictos y el pensamiento holístico. La feminización de la vida social quizá requiera la diseminación de estos patrones, valores y cualidades por las estructuras sociales y mentales de un mundo contemporáneo en urgente necesidad de cambios en los modelos de organización política, económica y social que, entre otras cosas, amenazan el ecosistema y acrecientan la brecha entre quienes más tienen y los menos favorecidos.
Teniendo en cuenta el contexto anterior, se puede entender mejor por qué analistas como Augusto López Claros —exdirector del Grupo de Indicadores Globales del Banco Mundial— afirman que la total inclusión de la mujer en todos los espacios laborales incrementaría la prosperidad compartida; por qué estudiosos de la paz como Galtung afirman que la llegada de las mujeres a los puestos políticos de más alta responsabilidad reduciría los conflictos armados; por qué el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo sostiene que para que las estrategias de desarrollo sean más efectivas se debe dar prioridad a la educación y al empoderamiento de la mujer; o por qué históricos de los microcréditos, como Muhammad Yunus, defienden el hecho de que si la mujer es quien recibe el crédito, existen más probabilidades de que haya inversión en el bienestar familiar y comunitario.
El segundo asunto problemático relacionado con el anterior es más complejo. La plena incorporación de la mujer en la vida social, política y económica se da en una coyuntura donde ciertas tareas se valoran más que otras. Las sociedades modernas enfatizan el logro, los resultados, el éxito profesional y la vida pública, por un lado, pero ocultan otras labores que, de manera imperceptible, pierden valor. Los ejemplos paradigmáticos de esto son la educación y cuidado de los niños —hijos— y el cuidado de los ancianos —abuelos—. Yo me centraré solo en el primer caso: la educación y cuidado de los niños.
No es que las sociedades tradicionales fueran mucho mejor a este respecto. De hecho, las sociedades tradicionales y patriarcales eran peores, ya que se depositaba la carga total en las mujeres al tiempo que no se reconocía casi ningún valor a dicha labor, a pesar del gran esfuerzo que requería. Este tipo de opresión era flagrante. Las sociedades y familias modernas tienden a la reorganización y a la distribución equilibrada de las cargas, aunque se realice de forma defectuosa. Sin embargo, la tarea, al no considerarse «productiva», no tiene la misma importancia en el imaginario colectivo que el éxito profesional y laboral.
No estamos hablando, por tanto, de un mero llamamiento al refinamiento de los sistemas y mecanismos estructurales de conciliación —que también—. Estamos abogando por la necesidad de un debate amplio y desapasionado sobre los valores de nuestra sociedad. Las transformaciones profundas requieren tanto cambios estructurales como individuales, cambios en los sistemas y en los valores. Las medidas de conciliación han de fortalecerse y refinarse, apelando a la misma noción de innovación social, pero han de ir acompañadas de una revalorización de las labores vinculadas al cuidado, al hogar, a la infancia y a la vejez que, en esta ocasión, han de ser el objeto de atención de ambos géneros. De lo contrario, si el valor de la profesión y el éxito público no se equilibra con el valor del cuidado y la educación de los menores, acabaremos teniendo una sociedad que se esfuerza por el éxito en el ámbito público, pero que abandona a sus hijos y a sus ancianos —probablemente lo fundamental— al cuidado de desconocidos o, a lo sumo, de instituciones sociales, que son especializadas, pero que carecen de la cercanía engendran los lazos profundos forjados a través de lo cotidiano, lo poco excepcional, aunque duradero. Esto quizá reduzca la calidez humana de las mismas.
El tercer y último punto relacionado con la igualdad de género que ha de abordarse si se pretende avanzar hacia el objetivo de feminizar la vida social, es que el empoderamiento de la mujer no debería aislarse de la necesidad de que hombres y mujeres trabajen hombro a hombro por transformar el mundo en el que vivimos y por establecer una sociedad más justa, pacífica y próspera para todos. La experiencia con grupos afroamericanos, indígenas y otras minorías históricamente oprimidas, muestra que, salvo que se amplíe el marco dentro del cual se dé el empoderamiento, muy fácilmente el grupo oprimido termina generando sentimientos de odio y rechazo hacia el que considera su opresor. Esto produce, en última instancia, consecuencias indeseables como, por ejemplo, un cambio de roles en el que el oprimido pasa a ser el opresor, o una situación en la que los miembros de la minoría históricamente oprimida, cuando se empoderan, solo se preocupan de su propio bienestar y progreso y abandonan todo compromiso social. Los desafíos del mundo en el que vivimos, tales como la pobreza, el desafío medioambiental o la reorganización del sistema de gobernanza global, requieren que hombre y mujeres cooperen y trabajen juntos en condiciones de igualdad.
En conclusión, feminizar la vida social es tan urgente como complejo. Quizá este sea uno de los grandes desafíos que cuyo exitoso abordaje supondría un gran avance civilizacional. Nunca sabremos si los futuros historiadores, cuando miren hacia atrás y analicen nuestra generación, la describirán como la generación que logró tal magna brecha histórica. No obstante, la mera posibilidad nos llena de esperanza e ilusión por trabajar en dicha dirección.