Llevaba tiempo pensando en que la cooperación y la competición son aspectos que se pueden potenciar a través del proceso de socialización -en lugar de ser rasgos excluyentes innatos de la naturaleza humana o inherentes a la vida social-, cuando alguien me presentó a Emilio Muñoz Ruiz, un reputado científico emérito del CSIC, expresidente del mismo organismo, quien ostentó importantes y diversas responsabilidades políticas en el ámbito de la política científica y -lo más importante para mí- quien había estudiado a fondo las dinámicas de la evolución.
Tras entrevistarlo para el programa televisivo Gobernanza y economía de Amaranta.tv, creo que mi pensamiento sobre el dilema de la cooperación y la competición evolucionó sustancialmente, tal como intentaré plasmar a continuación. Y no es porque no hubiera reflexionado mucho al respecto -ya que, de hecho, para aquel entonces ya había publicado varios artículos científicos sobre la forma en que la competición estaba impregnando toda la vida social, dificultando la acción colectiva y la gobernanza efectiva de nuestras complejas e interconectadas sociedades y amenazando la misma cohesión social-, sino porque encontré en sus ideas fundamentos físicos y biológicos más profundos para la necesidad de la cooperación, a fin de hacer evolucionar la sociedad hacia niveles mayores de desarrollo.
No obstante, antes de desgranar los tres hilos que tejerán la urdimbre de mi planteamiento, permítanme compartir una de las frases lapidarias que Emilio Muñoz Ruiz instaló en mi conciencia: «Los economistas se equivocan al interpretar a los biólogos evolucionistas cuando defienden la competición y la desrregulación como fuerza evolutivas, por lo que trasladan su error a las políticas económicas».
El primer hilo es ontológico y se refiere a la estructura del mismo universo. Cuando uno mira a su alrededor con ojo penetrante, se cerciora de que una de las normas que empañan la realidad física y la biológica es la interconexión, el intercambio y la reciprocidad. Todo está entrelazado. Hay cadenas de aminoácidos, intercambio de nutrientes, equilibrio entre especies, simbiosis constantes entre animales. La lucha por la supervivencia parece haber jugado cierto papel en la evolución biológica -aunque con mecanismos de regulación-, pero la cooperación quizá haya sido igual de fundamental, especialmente a partir de la aparición del homo sapiens. Después de ese momento, la ética y la cultura, junto con la cooperación, se tornaron cruciales. Incluso las tradiciones espirituales de la humanidad plantean que estos principios pueden ser realidades incrustadas en la capa más profunda de la existencia. El Dalai Lama dedicó varios años a reunirse con físicos teóricos para encontrar fundamentos epistemológicos comunes entre la ciencia y la religión que mostraran que la interconexión es una ley universal. Y muchos piensan que tuvo éxito.
El segundo hilo es pragmático. Se mete en el entramado social y en las últimas tendencias relacionadas con la buena gobernanza. Durante las últimas décadas, la sociedad se ha vuelto más compleja, más inteligente, más interconectada, se ha globalizado; lo que ha supuesto un desafío a las formas tradicionales de gobernar y de gestionar los asuntos colectivos, ya sean públicos o privados. La competición podría haber sido un principio de articulación social necesario hasta la constitución de los Estados-nación. Sin embargo, expertos en la materia, tanto nacionales como extranjeros, convergen en la noción de que la competición, ante las amenazas mundiales, los nuevos riesgos, las nuevas dinámicas sociales mundializadas, la intensificación de la interconexión en la vida política, económica y social, ha agotado su capacidad para vertebrar la vida colectiva del mundo. Por tanto, han de emerger formas colaborativas de inteligencia, de acción y de organización humana.
El tercer y último hilo aborda una cuestión que engloba las dos anteriores. Hasta ahora se ha justificado que la cooperación y la reciprocidad deberían tomarse -al menos- más en serio de lo hecho hasta ahora para definir las políticas públicas de nuestras sociedades. Sin embargo, no son suficientes. Salvo que las relaciones, los intereses, la cooperación, el intercambio y la reciprocidad se coloquen dentro del contexto del trabajo por el bien común, su alcance será limitado. Somos parte de la misma realidad, del mismo universo, de la misma galaxia, del mismo planeta, de la misma sociedad. Así, sería lógico pensar que el interés individual y colectivo solo pueden alcanzar su máxima expresión cuando se subordinan -sin reprimirse- y se ponen al servicio del bien común. Dichos intereses son compatibles con el bien global, siempre que no se intenten imponer sobre él. Cuando se enfoca la vida social desde esta perspectiva, emergen nuevos poderes, poco comunes, que se asemejan a la transformación que experimenta el hierro cuando sus átomos se alinean, se estructuran de cierta forma y se magnetiza. La vida colectiva de la humanidad también parece liberar poderes cuando la acción explota las dinámicas de la cooperación, de la reciprocidad y, sobre todo, del servicio al bien común.
En conclusión, ¿por qué entonces muchas personas, pero especialmente muchos economistas, analistas y legisladores, defienden con tanta fuerza el imperativo de la competición? Además, en gran medida no lo hacen reconociendo que hay una propuesta normativa en sus afirmaciones, sino pretendiendo describir la naturaleza humana y social como si la competición fuera el rasgo definitorio de la vida en sociedad. Parece lógico pensar que, si la interconexión y la reciprocidad rigen la vida del universo, deberíamos al menos intentar trasladar esos principios a nuestra organización social. De hecho, sería extraño no hacerlo. ¿No será que la ideología y el prejuicio pueden haberles hecho naturalizar y reificar un constructo social? Emilio Muñoz Ruiz lo dijo con mayor sencillez y, probablemente, más acertadamente: se utilizan argumentos equivocados relacionados con la evolución para justificar políticas científicas y económicas poco funcionales.
Pero, ¿qué ocurriría entonces si, poco a poco, se intentaran alinear las iniciativas individuales, colectivas e institucionales y las políticas públicas, con los principios anteriormente señalados? Quizá se liberaran poderes de construcción social inusitados y necesarios para abordar con efectividad los desafíos globales que tienen a la humanidad en una encrucijada, algunos de los cuales amenazan su supervivencia sobre el plantea. Pensemos en el cambio climático, las armas de destrucción masiva, el déficit de gobernanza global, los flujos migratorios masivos, los conflictos étnicos y religiosos, el fanatismo, la pobreza estructural, las desigualdades crecientes, el terrorismo y el crimen internacionales o el incremento de la xenofobia. Si con las estrategias actuales no los hemos podido resolver, se debería pensar en otras e intentar aprender de las experiencias, aunque no se sepa bien cómo.
Esa es la verdadera innovación política y social. Merece la pena hacer un ensayo, ¿no?