Hace diez años una crisis económica estalló en EEUU, eclosionó en Europa, se extendió por el mundo, hizo perder la legitimidad de los bancos y forzó un rescate sin parangón para no hacer colapsar el sistema financiero global. En el corazón del problema estaba la distorsión de la función y lógica intrínseca de una institución económica clave para las democracias liberales: los bancos. A pesar de que estos debían servir a la sociedad, se habían dejado dominar por las mieles de la maximización de beneficios a toda costa. El rescate intentó volver a alinearnos con su vital función social.
Hoy, ante el murmullo mediático, la agitación política y el desconcierto universitario, podríamos hacer bien en preguntarnos: ¿cómo legitimar a unos medios que parecen obedecer al capital y a la ideología, a una política que se deja llevar por nimiedades e impulsos viscerales con tal de llegar al poder y a una universidad que es cuestionada por contribuir a la reproducción de la estructura social de desigualdades? Las lecciones extraídas de la crisis económica pueden proporcionarnos indicios para una solución tentativa: recolocar en su centro a la función social de estas tres instituciones tan necesarias para el progreso humano.
Los medios de comunicación de masas surgieron y se fortalecieron conectados al desarrollo económico y tecnológico del siglo XX. No obstante, su lógica interna giraba en torno a la educación de la población, la difusión de conocimientos, la generación de información fidedigna, la creación de una opinión pública ilustrada y, aunque en menor medida, el entretenimiento. Gran parte de la pérdida de legitimidad de los medios procede de haber exacerbado su conexión con el capital económico y con los partidos políticos: ganar audiencias para obtener mayores contratos publicitarios o servir a ciertos partidos según la coyuntura, parecen haber desplazado los aspectos axiales de dicha función social. De lo anterior se deduce otra serie de preguntas: ¿es tan importante el máster o la tesis doctoral de un representante político como las grandes problemáticas que se ciernen sobre la sociedad española y el planeta?, ¿es educativo para la opinión pública estar expuesta constantemente a la crispación, al cinismo y a la crítica permanente? La crítica social no puede desligarse del periodismo, pero quizá debería combinarse con un ejercicio de responsabilidad sobre las consecuencias, de búsqueda de vías constructivas para el bienestar social.
Por otro lado, la política y la universidad son dos esferas de la vida social que históricamente han respondido a las lógicas del servicio público, de la búsqueda del progreso, del interés común por encima del individual, de la gestión de los asuntos colectivos, en el primer caso; y de la búsqueda de conocimiento, la formación de la mente, la investigación científica, en el segundo. El poder y el conocimiento han tenido una relación cambiante y problemática que es necesario examinar. En la Ilustración se lanzó un proyecto histórico para emancipar al conocimiento del poder. Anteriormente, el ejercicio de la autoridad del rey o del emperador estaba legitimado por la tradición. El proyecto moderno quiso revertir esta jerarquía planteando que la legitimidad en el ejercicio de la autoridad debía provenir del conocimiento racional. El conocimiento, por tanto, debía ser el poder y desde él ejercer la autoridad.
A mediados del siglo XX, con lo que algunos denominan «el giro posmoderno», esta jerarquía se pone en cuestión. Estudiosos y escuelas, como Foucault o la Escuela de Fráncfort, demuestran cómo las personas que se encuentran en posiciones de autoridad y de privilegio, intentan justificar esta preeminencia imponiendo sutilmente sus perspectivas de la realidad y confundiéndolas con «el conocimiento racional». En otras palabras, intentan demostrar que no solo el conocimiento es poder, sino que el poder domina al conocimiento.
Los medios son fundamentales para una sociedad saludable, la política es crucial para la gobernanza de los asuntos colectivos y la universidad es vital para la formación, el conocimiento y la universalización de la mente humana. ¿Cómo podríamos, pues, emprender tal proceso de aprendizaje colectivo sobre los sistemas, instituciones, procedimientos, estructuras y las formas de comportamiento y ética individuales más pertinentes que permitan a estas instituciones cumplir con su noble función social? El enfoque de la buena gobernanza, que insinúa la necesidad de que la sociedad civil, la empresa y el sector público aprendan a colaborar en un proceso histórico de generación de conocimiento colectivo acerca de un nuevo modelo de organización política, social y económica basado en los principios de armonía, cooperación, reciprocidad, justicia social y sostenibilidad, probablemente pueda darnos algunas pistas de los senderos por los que transitar con humildad y espíritu de aprendizaje. Este es el nuevo rescate que parece requerir el mundo de hoy.