La preocupación por el exceso de información parece alcanzar cotas sin precedentes; la preocupación por la falta de ella, no obstante, también está latente. ¿Estamos siendo bombardeados, informativamente hablando, con el tema del coronavirus?
Hay mucha información sí y esta responde a dos claves distintas: la de la necesidad de información como respuesta ante la crisis y como instrumento pedagógico del gobierno y los responsables de salud pública; y la de los medios, que buscan temas con los que captar la atención, a toda costa, para incrementar sus cuotas de audiencia y atraer a las empresas publicitarias. Tal como se puede observar, en el caso del Covid —de tanto nombrarlo ya casi parece un amigo, temible, pero amigo— ambas claves confluyen, pero las consecuencias no intencionales de lo segundo pueden perjudicar la capacidad de respuesta ante lo primero, ya que favorece la apatía, los bulos y la desconfianza.
Existen dos conceptos que captan bien este fenómeno y que se han popularizado. En primer lugar, la infodemia, la intoxicación por exceso de información, una intoxicación que tiene consecuencias reales para la salud física y social; y el populismo epidemiológico, que implica hacer uso interesado de información parcial relacionada con la pandemia para fines políticos y para la movilización social.
Para entender mejor por qué la infodemia es peligrosa, un par de ejemplos podrían ser útiles. En Irán murieron 27 personas recientemente por creerse el mensaje que circulaba masivamente de que el alcohol protege del Covid e ingerir alcohol industrial. En España, debido a la alarma y a la tensión generada, sobre todo en las primeras etapas de la crisis, se robaron mascarillas frenéticamente, dejando desprotegido al personal sanitario, y se hizo un acopio compulsivo de comida en los supermercados, poniendo en riesgo al resto de la población.
Por tanto, la pregunta que se desprende de lo anterior es si ese bombardeo se traduce en que la gente esté (estemos) realmente más y mejor informada, sepa más y actúe en consecuencia; o no. La idea de que, si algo es bueno, más es mejor, está muy extendida y se aplica a la cantidad de información. Sin embargo, esta noción olvida un hecho fundamental: la utilidad de la información depende de la capacidad cognitiva para digerirla, discriminarla, seleccionarla y procesarla. Actualmente existe un déficit entre la cantidad de información a disposición y la capacidad cognitiva necesaria para usarla apropiadamente. Seguramente, esa sea la causa principal, el diagnóstico más certero de de la infodemia, de la señalada intoxicación por exceso de información.
Del diagnóstico anterior se desprenden dos posibles tratamientos: controlar el exceso de información, incidiendo sobre quien la produce y difunde o realzar la capacidad cognitiva de quien la recibe para seleccionarla, discriminarla y usarla. Es cierto que distinguir estrictamente a los productores de los consumidores de información no se sostiene en esta época en la que casi todo el mundo, a través de las redes, produce y difunde información al tiempo que la consume. No obstante, esta diferenciación puede ser útil para determinar dónde se debería poner el foco.
En cuanto a los productores, las instituciones públicas, los medios y la gente genera y difunde información. Las instituciones públicas no pueden dejar de informar. Tienen que comunicar aspectos cruciales relativos a la respuesta comunitaria ante la pandemia ya que, sin el concierto de todos, no se puede salir de una pandemia, tal como pone de relieve un reciente informe de ONUSida que recoge las lecciones aprendidas de la respuesta ante otras pandemias. Sin embargo, han de informar con transparencia, el mensaje ha de ser claro y ha de tener coherencia, con independencia del nivel del que proceda. Sin estos requisitos pedagógicos, la información institucional no puede cumplir su propósito.
Los medios de comunicación tradicionales y digitales profesionales también producen noticias y comparten información, tanto con fines pedagógicos, para arrimar el hombro y cumplir con su responsabilidad social, como con fines comerciales. Tal como se ha indicado al inicio, la segunda vertiente, la comercial, en un contexto excepcional como el que vivimos, debería subordinarse al primer fin de manera escrupulosa: ya no vale todo para lograr audiencias porque nos va la vida en ello.
Por último, la gente comparte información a través de redes y sistemas de mensajería instantánea de manera profusa. Esa faceta de la información requiere que la ciudadanía avance en sus capacidades cívicas, en su conciencia de la interconexión y en sus competencias científicas para discriminar la información. Es lo más difícil de controlar porque está vinculada con procesos educativos y dinámicas sociales de largo alcance. Por ello, puede ser más estratégico realzar estas capacidades de procesamiento y consumo, que intentar controlar la producción de información, sobre todo en el nivel de los medios de comunicación y de la ciudadanía. Complementariamente, se puede incidir sobre la producción en el nivel de la comunicación institucional.
Otro asunto a considerar, además, es la duración de la tensión informativa sobre la pandemia a la que estamos sometidos. Creo que tiene fecha de caducidad por el simple hecho de que nos volvemos insensibles ante lo cotidiano. Es un mecanismo de defensa psicológico: cuando algo excesivamente negativo, insoportable, nos acompaña constantemente, lo acabamos trivializando, normalizando e invisibilizando. La experiencia de Colombia es paradigmática. Durante los años más duros de lo que se denominó «la violencia», se desarrolló una dinámica cultural que persistió por décadas: se contaban chistes de muertos, se bromeaba con los atentados y las montañas de cuerpos; en definitiva, se relativizó la cuestión humana más fundamental, la relación entre la vida y la muerte. Por tanto, es razonable predecir que la gente se hará más insensible a la información sobre la pandemia y los medios abandonarán ese nicho informativo, a medida que pase el tiempo. Lo que se mantendrá o se debe mantener, si la pandemia perdura, es la dimensión pedagógica de la producción y difusión de información desde los medios tradicionales y las instituciones públicas.
Los representantes políticos, en su búsqueda de conexión con el electorado, ya han hecho algo similar. Como todos los partidos están prácticamente de acuerdo en las medidas de salud pública que se han de implementar para responder ante esta crisis, han introducido elementos de distinción y fragmentación diferenciadores, tales como la cuestión territorial o la monarquía. La lógica de las audiencias electorales y las audiencias mediáticas tiene muchos puntos en común.
Antes de concluir, cabe un comentario adicional sobre la diferencia entre el papel que juegan los medios de comunicación tradicionales y las redes sociales Los medios de comunicación no se pueden desligar de la profesión del periodismo. Los periodistas son los que hacen o deberían de hacer esa labor tediosa, riguroa, de filtro, de discriminación, de selección, de investigación, de procesamiento de todo lo que circula… antes de ponerlo a disposición de la ciudadanía. Algunos piensan que la desintermediación es más democrática; puede serlo, pero por ello no significa que sea mejor. La democracia directa es más democrática, probablemente, que la representativa; pero es imposible implementar la democracia directa, asamblearia, en una sociedad con millones de habitantes si no se complementa con instrumentos democráticos representativos e indirectos. De igual modo, parece un error creer que con las redes muere el periodismo bajo el supuesto de que todos nos hemos vuelto periodistas. Es cierto que en las redes sociales todos compartimos información, pero la labor del periodismo es una labor profesional, regulada, al tiempo condicionada por la discriminación —la elaboración calmada, la contrastación, la investigación— y habilitada para ello. Al igual que la medicina vanguardista es la que responderá ante la pandemia para lograr una buena vacuna; la labor del periodismo de bandera es la que puede contribuir a combatir la infodemia. Una vacuna no acaba con el virus, el comportamiento y la confianza de todos es crucial; pero ayudaría mucho. El periodismo honesto tampoco eliminará la infodemia, pero contribuiría mucho a ello.
Finalmente, dos cuestiones en conclusión. La primera, se ha de subrayar el hecho de que la confianza y la respuesta comunitaria ante la pandemia son vitales. Esto implica hacer esfuerzos por trascender la polarización, la tendencia a culpabilizar a sectores sociales específicos de los problemas. Criticar a los medios o a las personas de otros medios, a los políticos o a los del otro partido, a la gente, a la juventud, a los padres… ha de evitarse a toda costa. La represión siempre se puede esquivar mediante comportamientos clandestinos, por lo que recurrir a la coerción como única vía solo puede abrir la veda de la tiranía, puesto que las medidas, para ser efectivas, tendrían que ser cada vez más intrusivas y punitivas.
La segunda es que el apagón informativo propiciado por una desconexión voluntaria, fruto del hartazgo, no es nada probable. Las personas nos hemos vuelto medio adictas a la información. Aunque nos agobia, anhelamos una alerta de mensaje, ya sea de una red social, de un sistema de mensajería instantánea o de nuevas noticias. Si estamos solos, sin ruido, sin comunicaciones, nos ponemos nerviosos. Además, la pandemia conecta con lo que Freud llamaría el tétanos: el impulso y atracción humana hacia lo tenebroso, hacia la muerte, hacia lo destructivo. Sería positivo recordar, no obstante, que el Tétanos, si no nos disciplinamos, es un impulso que nos atrapa sin misericordia. Es equivalente al fenómeno relacionado con comer azúcar, picante y sal. El que no está acostumbrado, no los tolera, los rechaza. Ahora, el que los usa mucho, no puede vivir sin ellos porque todo se habrá vuelto insípido.
Investigador de I-Communnitas, Instituto de Investigaciones Sociales Avanzadas, Universidad Pública de Navarra.