Que el miedo es un instinto animal que ha protegido a la especie humana de la extinción es un hecho consabido. Que la sociedad moderna, posmoderna, líquida o fluida es una fábrica de riesgos, con el concomitante miedo que suscitan (Beck), fue hace tiempo puesto de relieve por la teoría social. Que el miedo se utiliza y explota con fines comerciales y políticos tampoco suena a nuevo. No obstante, la pandemia parece haber despertado dimensiones colectivas del miedo, algunas de las cuales se conectan con la rabia, cuyas consecuencias en términos de cohesión social son imprevisibles.
En el plano más obvio, el miedo al virus, a la enfermedad y a la muerte son palpables. Es un virus desconocido, altamente contagioso, del que se habla constantemente, que se lleva las vidas de los más vulnerables y que, como todo virus, es invisible. Los representantes públicos reconocen que azuzar ese instinto primario ayudó a disciplinar a la gente en primera instancia. El miedo parecía bueno, porque hacía que las personas tomaran distancias, usaran mascarilla y adoptaran otras medidas de prevención. La lógica del virus, no obstante, es colectiva, lo que cuestiona las concepciones individualistas de los países occidentales. Además, cuando la información es alarmista, se desactiva su poder de persuasión y ofrece justificaciones a los negacionistas.
El miedo a ser confinado sobrevuela España. Un confinamiento colectivo único es una buena anécdota vital. Más confinamientos, colectivos o selectivos, asustan. Esta dimensión del miedo invita a mirar al otro con recelo. Quizá él o ella no sean tan responsables como lo responsable que yo creo que soy. Echar la culpa al otro de mi confinamiento es una tendencia natural, pero mina la confianza, tensiona las relaciones y enfrenta a los seres humanos. La convivencia pacífica y la cohesión requieren de amistad, confianza y compasión hacia el otro.
El miedo a lo desconocido y al desconocido no es fácil de esquivar. Siempre parece que mis amigos y familiares no pueden ser portadores de ningún mal. Las civilizaciones y sociedades antiguas siempre colocan al enemigo afuera. El mundo moderno, no obstante, a pesar de ser probablemente el más seguro de la historia, posee la singularidad de ser capaz de concebir al mal en su interior. El enemigo puede estar en casa. Con el virus este reconocimiento se disipa, puesto que la distancia social impuesta parece despertar esa noción primitiva de concebir al mal en el exterior. La fibra de la sociedad, el círculo expansivo de la solidaridad de Darwin puede invertirse con la pandemia.
A la policía también se le teme. Si no se cumplen las normas, si te contagias y no te confinas, la policía te seguirá. Aunque otros no cumplan las normas, a ti, si las infringes, te multará. El Estado monopoliza la violenta, aunque de manera legítima. Esta situación obliga a recordarlo. Pero, ¿qué ocurre cuando todos nos volvemos policías? Ahí ya no temo al otro simplemente como portador del mal, sino que temo el rechazo social, temo la crítica, temo la expulsión de una comunidad que con la modernidad ya se volvió frágil. Este último temor me lleva a disimular, a sonarme los mocos en privado, a obviar información sobre mis viajes, mi estilo de vida, mis relaciones de amistad y mis pautas de socialización… por si no les gusta.
También tememos a la pobreza. Pero quien no es amenazado por ella, seguramente tema al pobre. Aunque puede que no tema su maldad, sino que tema el recordar que el mundo es injusto, que yo vivo en una situación privilegiada, que otros sufren, que debería trabajar por mejorarlo y que el virus sí entiende de clases sociales. Todos podemos contagiarnos pero, como dice Ricardo Arjona en “historia de un taxi”, algunos sufren en su mansión y otros en los arrabales.
¿Y qué decir de los niños, de los colegios, de los jóvenes…? Si tememos y nos irritamos con las nuevas generaciones, con los tesoros de toda sociedad, ¿qué nos puede deparar la vida colectiva?
Considerando todo lo anterior, quizá se pueda atenuar la tentación de usar política o mediáticamente al miedo. Las consecuencias podrían rozar el drama. El nivel de acción colectiva que exige esta crisis mundial e interconectada requiere de unas dosis de confianza, solidaridad y reciprocidad que no pueden insuflarse en el cuerpo político con ese grado de saturación del miedo.
El miedo nos ha salvado hasta ahora. No dejemos que, ahora, el miedo acabe con nosotros.