Uno de los cambios más llamativos que se han producido durante la crisis sanitaria actual tiene que ver con el resurgir de la comunidad como espacio básico de socialización, de apoyo mutuo, de organización económica y de gestión sanitaria. Las instituciones públicas como ONUSIDA hablan de la necesidad de adoptar enfoques comunitarios; los medios resaltan la importancia de la comunidad para satisfacer el anhelo de relacionarnos; la academia está estudiando las formas de apoyo mutuo y de acción social surgidas en los barrios para responder ante el impacto de la pandemia y apoyar a los más vulnerables; se celebraron las manifestaciones espontáneas de solidaridad y las acciones performativas de los vecinos, ya sea para animar a los trabajadores vitales de la pandemia o criticar a distintas formaciones políticas. A pesar de ello, rara vez se examina qué es lo que se quiere decir por comunidad; eso es lo que nos proponemos a continuación, teniendo en cuenta la necesidad de brevedad que exige todo artículo de prensa.
Los antropólogos y los sociólogos —y en menor medida los politólogos— hacen una distinción entre comunidades tradicionales y comunidades modernas. Las comunidades tradicionales son enclaves geográficos localizados de pequeña dimensión, principalmente aldeas o pueblos pequeños, donde la vida social era (y es) intensa y la identidad colectiva fuerte. A pesar de que gran parte de los países del mundo siguen manteniendo este espacio social geográfico de interacción básica, en los países que han experimentado procesos de modernización profundos, con el consecuente éxodo poblacional hacia las ciudades, las comunidades tradicionales han desaparecido o, en el mejor de los casos, se han mantenido en algunas zonas rurales con poca población y, además, envejecida. Grupos anarquistas también han intentando mantener cierta vida comunitaria en las zonas rurales. Sin embargo, las ciudades, a través de los barrios, no han logrado constituir una entidad geográfica y cercana semejante. De hecho, en el discurso público especializado se ha llegado a considerar un éxito social el hecho de que las comunidades tradicionales hubieran desaparecido, puesto que el individuo, en ellas, experimentaba una forma de opresión grupal, a veces sutil, a veces palmaria. Las dinámicas de opresión podían ser sofisticadas, pero incluían la expulsión del grupo cuando algún miembro o colectivo no se sometía a las prácticas culturales prevalentes de la comunidad. El caso de la ablación en las mujeres suele ser el ejemplo paradigmático.
Esta celebración de la disolución de la comunidad, en términos de empoderamiento de la individualidad, se ha visto acentuada por la deslocalización de la producción y de las industrias. Estas dos dinámicas, la modernización e individualización de la vida en las ciudades junto con la deslocalización de la producción y la globalización desterritorializada, parecían indicar que el territorio no tenía ya importancia. El cosmopolitismo sin patria, sin raíces, parecía el futuro deseable.
Ante esta tesitura, surgía la pregunta de cómo responder ante la necesidad humana de socializar y de pertenecer a un grupo mayor al de la familia, en ausencia de comunidades geográficas naturales. Las respuesta, primero, parecía estar en las comunidades de adscripción, aquellas a las que la persona decide unirse o desvincularse voluntariamente, tales como los clubes sociales, las asociaciones o centros deportivos; y, después, en las comunidades virtuales. Si el grado de satisfacción y de vinculación que generaban este tipo de comunidades ya era cuestionable antes de la pandemia, tras la misma, me atrevo a decir que el mito del reemplazo de las comunidades virtuales por las comunidades de adscripción se ha desvanecido por una serie de motivos claramente identificables.
Para comenzar, la deslocalización de la producción ha generado sociedades altamente dependientes y vulnerables. La escasez de mascarillas, geles, papel higiénico, material sanitario sencillo pero fundamental y otros insumos básicos que se producen principalmente en países asiáticos, no llegaron a tiempo. Aquí un primer argumento para reclamar el anclaje local y comunitario de la globalización. En ausencia de modelos de desarrollo alternativos, más resilientes y sostenibles, la comunidad local ha de convertirse en el espacio de experimentación colectiva por excelencia para aprender a cooperar y para encontrar modelos alternativos y viables de organización social, política y económica.
En segundo lugar, durante el confinamiento, las personas queríamos estar con otros y, a pesar de que las redes sociales y la conexión eléctrica y a internet —que falló en pocos casos— nos permitieron tener una tenue sensación imaginaria de compañía, hubo un movimiento reflejo colectivo hacia los balcones para ver caras, aplaudir con otros, sentir la quasi sacralidad del grupo de pertenencia, mostrar las actividades de los niños y, en definitiva, difundir y recibir esperanza.
Además, quienes poseían y poseen condiciones de riesgo adicionales, o son especialmente vulnerables a la pandemia —ancianos y ancianas, trabajadores y trabajadoras que viven al día de su comercio informal, personas con patologías diversas, o individuos con diversidad funcional—, necesitaban (y necesitan) ayuda cercana. Las ayudas del Estado, la intervención de los trabajadores y educadores sociales, el apoyo de familiares y amigos lejanos, correligionarios del partido o colegas del club no llegaba a tiempo o no era posible: se necesitaba (y necesita) al vecino. Los grupos de barrio se organizaron para hacer compras y llevarlas a las casas, para ofrecer apoyo escolar a quienes no podían recibirlo de los padres y madres, para compartir víveres con quienes estaban (y están) en condiciones de extrema necesidad o para explicar a quienes no gozaban de tanta conexión las medidas higiénicas más importantes para protegerse del virus. A modo de ejemplo, las compensaciones de los ERTE o el ingreso mínimo vital aprobado por el gobierno llegan meses después de que se soliciten a un porcentaje todavía pequeño de todos a los que se les ha concedido. En resumen, la cercanía cuenta.
Así las cosas, emerge la comunidad como protagonista —junto con las personas y las instituciones— de un proceso de cambio social que no puede darse de manera espontánea. Por ello, haríamos bien en preguntarnos cómo ha de ser esa nueva comunidad geográfica que está revitalizándose, aunque con altibajos y con luces y sombras, en los barrios de las ciudades y en los pueblos, a fin de mantener aquellos aspectos positivos tanto de las comunidades tradicionales como de las comunidades de adscripción modernas, al tiempo que se eliminan sus rasgos negativos.
Se me ocurre que estas nuevas comunidades han de aprender a navegar en un mar agitado por dos tipos de oleaje en los que no se deben introducir con profundidad. En primera instancia, esas comunidades de barrio o pueblo, pequeñas, geográficas, deben generar un compromiso fuerte, más fuerte que el de las comunidades de adscripción, puesto que la entrada y la salida de un club o de una comunidad virtual, quizá sea algo tan sencillo que no favorece lo suficiente el desarrollo básico de las competencias intelectuales y emocionales para la socialización. Además, si las comunidades han de ser la arena para el ensayo colectivo de modelos de organización económica, política y social alternativas, la implicación no puede ser tenue; estas deben estar dotadas de de un gran sentido de propósito: cambiar el mundo a través del cambio de la forma de vida de la comunidad. La paz, la justicia, la sostenibilidad, la prosperidad, se han de manifestar ahí. La motivación quizá pueda surgir de esa visión de futuro y de ese proyecto colectivo.
A pesar de lo dicho, el compromiso individual con la comunidad no puede ni debe ser exigido por el grupo. Las personas han de ser libres para actuar en conciencia, en función de sus deseos, aunque conscientes de que sus acciones u omisiones siempre tienen incidencia sobre el bien común, ya sea en un sentido constructivo o degenerativo. La posición de neutralidad no parece existir. En este sentido, la comunidad ha de empoderar a sus individuos para que expresen su individualidad con toda potencia; pero las personas han de intentar canalizar su iniciativa, libertad y poder hacia el trabajo en equipo en pos del progreso del grupo. En ese contexto, las personas también prosperan y satisfacen sus necesidades y aspiraciones.
Esta sana relación de equilibrio entre el progreso colectivo y la libertad y progreso individual no parece tener precedentes en la historia. Por ello, ha de ser en sí misma objeto de revisión constante por parte de las comunidades, no sea que, por un lado, en aras del empoderamiento individual, se siga atomizando la vida social y se impida la acción colectiva; o, por el otro, por colocar al interés grupal por encima del de la persona, se reprima al legítimo y necesario derecho e interés personal y se vuelvan a producir dinámicas invisibles de opresión sobre las personas.
SERGIO GARCÍA-MAGARIÑO
Investigador de I-Communnitas, Instituto de Investigaciones Sociales Avanzadas, Universidad Pública de Navarra.