El desafío que ha supuesto la provisión de algunos bienes básicos como las mascarillas y el material sanitario, durante la gestión del coronavirus, ha resultado en un cuestionamiento de las bases de la globalización económica por parte de algunos sectores. Así, se ha vaticinado el fin de la globalización como se entendía hasta ahora, donde la localización del diseño, la producción, el procesamiento y la comercialización de productos se determinaba, principalmente, por una relación entre capacidades de ejecución y precios. Esta dinámica había hecho que, bajo la premisa de que cualquier producto podría llegar a cualquier parte del mundo en menos de 24 horas, la producción mundial se concentrara en dos o tres países.
Pensar que un proceso que lleva gestándose siglos, pero que en las últimas décadas se ha acelerado vertiginosamente como resultado de los avances en las tecnologías del transporte y la comunicación, no parece viable ni realista. El impacto de la COVID-19, no obstante, puede convertirse en un espejo que, mediante la reflexividad, ayuda a refinar los problemas inherentes a la gestión de la globalización que el premio nobel Stiglitz difundió en su obra actualizada recientemente El malestar de la globalización.
Un enfoque que surgió entre los comerciantes de Japón, que Robertson acuñó y que el teórico del riesgo, Ulrich Beck, popularizó es el de lo glocal. La mundialización de la perspectiva y de las posibilidades de acción que implica la primera parte del concepto, glo-cal, difícilmente se puede retrotraer, ya que la sociedad parece haber atravesado un punto de no retorno; las tecnologías que lo han posibilitado, o al menos intensificado, siguen ahí, a pesar del coronavirus. Además, la gestión de problemas globales como este, requiere acción y coordinación global. Empero, esta crisis ha puesto de manifiesto un hecho minusvalorado antes de ella: las comunidades política, económica y socialmente más cercanas a la autosuficiencia, son más resilientes. La revitalización de lo local para evitar la dependencia de lo «exterior», ya sea en forma de suministros, de energía, de conocimiento, de infraestructuras o de socialización, parece fundamental para responder ante futuros impactos y recuperarse. Paradójicamente, este proceso no se puede dar mediante el aislamiento, la reclusión y el cierre, sino a través de la apertura, la amplitud de visión y la integración en unidades sociales mayores. Glocalizar la vida social, por tanto, puede convertirse en una meta colectiva que insufle dinamismo y vitalidad y dote de sentido de misión colectiva a pueblos, ciudades y países.
Esta reorientación que se plantea aquí es complicado que se dé como simple resultado autónomo de decisiones empresariales individuales que buscan reducir las cadenas de valor para evitar riesgos. Eso es importante, pero no suficiente. Tampoco puede darse únicamente como consecuencia de decisiones políticas para considerar ciertos bienes, como mascarillas, material sanitario y ciertos alimentos, cuestiones de seguridad nacional que han de producirse, en un nivel básico, nacionalmente. Necesario también, pero insuficiente. Lo que parece necesitarse es una red local y regional de estructuras para el aprendizaje interconectadas, que sistematicen el conocimiento generado colectivamente en esta materia.
En este punto, quizá convenga una advertencia: crear estructuras con un fin no garantiza su funcionamiento. Desde que se popularizó la idea de los laboratorios sociales para el aprendizaje, estos se han multiplicado. Por ello, suele ser útil tomar casos de éxito que ilustren pormenorizadamente el funcionamiento de alguna de esas estructuras, a fin de favorecer su diseminación. El caso del Laboratorio para el Aprendizaje Colectivo sobre gobernanza económica de Torrelodones puede ser un buen ejemplo. No se examinará en detalles, pero puede valer la pena compartir un par de detalles.
A pesar del notable logro anterior, lo que más llama la atención es observar que el Lab parece haber fomentado unas capacidades para la cooperación y la acción colectiva que están resultando muy propicias para acometer la recuperación económica y responder ante la COVID-19. Por mucho que se hable de cooperación, las sociedades modernas han experimentado una individualización que complica la colaboración. Pero los problemas comunes como este exigen acción concertada, por lo que se necesitan espacios de aprendizaje y de ensayo de la cooperación para que esa sea efectiva y ell Lab de Torrelodones parece estar contribuyendo a ese propósito superior.
En resumen, avanzar hacia la local parece un buen horizonte, pero esto se logrará, en mayor o menor medida, en función de la capacidad para el aprendizaje colectivo. Javier Gomá, el pasado domingo en un artículo del Correo de Vizcaya, llamaba la atención sobre el aprendizaje que la Humanidad, aunque con vaivenes, con gran lentitud y mediante la institucionalización de la vida colectiva, puede realizar y realiza. Con esa Humanidad en vistas, las comunidades locales también son actores que pueden y deben aprender. Si el aprendizaje es deliberado, como resultado de estructuras conscientes de funcionamiento, probablemente la velocidad con la que se progrese sea muy superior a la que la Humanidad, de forma azarosa, lo ha hecho hasta ahora. Bienvenida pues la revitalización de la tendencia glocal.